Descripción
A lo largo de la historia, la turba ha desempeñado su papel de bestia a la que había que aplacar o provocar en el ascenso y caída de reyes y políticos: una bestia con muchas cabezas a la que había que domar o aguijonear. Las democracias griegas y la República Romana se fueron adaptando a lo que se percibía como la voluntad del pueblo. Esto resultó cada vez más evidente siempre que el pueblo se echaba a la calle clamando venganza, para derrocar una tiranía o para protegerse a sí mismo de los agresores. Armados solo con herramientas o con armas improvisadas, su falta de destreza en la fabricación de armas lo compensaban con su furia justificable y su cantidad superior de hombres. Frente a semejante violencia, hasta las tropas regulares podían verse superadas en los confinados espacios urbanos.
El populacho no respetaba ni las jerarquías; ejemplo de esto es el ignominioso fin sufrido por el gran rey epirota Pirro, quien —tras llegar al trono de Macedonia y mientras intentaba aplacar el desasosiego en la ciudad de Argos— fue golpeado por una teja lanzada por una anciana, dándole la oportunidad justa a un soldado argivo para degollarlo en el acto.
