Batallas históricas

Batallas históricas

Una vez que hayas seleccionado las batallas históricas en el menú principal, pasa el ratón sobre el encabezamiento de cada batalla y verás una sucinta descripción de la misma; luego haz clic en el símbolo de las dos espadas cruzadas para librar esa batalla. Las siguientes batallas están presentes:

La batalla de Rafia (271 a. C.)

La batalla de Rafia, en el 217 a. C., tuvo lugar durante la cuarta guerra siria, entre el Egipto ptolemaico y el Imperio seléucida. Siria y su estratégicamente importantísima costa mediterránea cambiaron de manos muchas veces en un solo siglo. El Egipto ptolemaico y las dinastías seléucidas eran ambos sucesores del legado de Alejandro Magno y ninguna de las dos facciones deseaba ceder el control de Siria al otro. Hacerlo hubiera sido interpretado como un síntoma de debilidad. Tal rivalidad trajo consigo numerosos conflictos pero, en junio del 217 a. C., los dos ejércitos más poderosos de corte griego nunca vistos, liderados por el rey Ptolomeo IV Filopator y Antíoco III el Grande, se enfrentaron en Rafia. Tras días de escaramuzas, la verdadera batalla dio comienzo con una carga de los elefantes de guerra de ambos bandos. Antíoco consiguió repeler a la caballería ptolemaica y se lanzó en su persecución, pensando que la batalla ya era suya. Pero, para cuando volvió al campo de batalla, el centro de su ejército había sido roto y reinaba la confusión. Sus tropas huyeron y perdió la contienda. No obstante, la victoria le dio sus quebraderos de cabeza a Ptolomeo IV. Logró el control de gran parte de Siria, pero el coste derivado de ello debilitó su posición en casa. Sus veteranos egipcios se rebelaron y fundaron un reino en la zona sur del Alto Egipto. Tanto los secesionistas como la rebelde 35ª dinastía gobernante fueron aplastados en el 185 a. C. En línea con la tradición egipcia, el victorioso gobierno, dominado principalmente por griegos, destruyó cualquier posible mención a los rebeldes que pudo encontrar.

Batalla de Cannas (216 a. C.)

En el verano del 216 a. C., Aníbal había obtenido dos importantes victorias frente a Roma y había ocupado la ciudad de Cannas. La estrategia de Fabio Máximo de cortar las líneas de suministro de Cartago y negarse a luchar en campo abierto perdió el favor del Senado romano, por lo que la responsabilidad de hacerse con la victoria acabó recayendo sobre Lucio Paulo y Cayo Varrón. Con la continua alternancia del mando entre los dos cónsules, el progreso se resentía. Varrón, confiado en exceso, decidió desplegar sus ocho legiones en una formación más profunda que ancha, en respuesta a la formación en media luna de Aníbal, convencido de que este carecía de capacidad de maniobra y seguro de que sus numerosas tropas romperían las líneas cartaginesas. En realidad, Aníbal estaba usando el río Ofanto para proteger su flanco izquierdo y a la caballería cartaginesa allí apostada, al mando de Asdrúbal, para atacar a las tropas enemigas. Asdrúbal se enfrentó entonces a la caballería romana restante, que estaba siendo hostigada a la derecha y Aníbal ordenó a sus tropas centrales que se retiraran, invirtiendo la media luna y atrayendo a los romanos hacia delante, mientras que su infantería africana se encargaba de proteger los laterales. La decisión de Varrón de utilizar una formación profunda fue su perdición, pues la infantería romana se vio acorralada y rodeada con una maniobra de pinza cuando avanzaba para mantener el contacto con el centro de las líneas cartaginesas, que parecían batirse en retirada. Aníbal obtuvo una victoria aplastante contra unas tropas enemigas mucho mayores en número. Algunos testimonios sugieren que llegaron a morir unos setenta mil romanos.

Batalla de Zama (202 a. C.)

Tras su decisiva victoria en Iberia, Escipión fue elegido cónsul de Roma; esto le permitió atacar a la misma Cartago y forzar a Aníbal a abandonar Roma para defender su tierra natal. Escipión llegó a África en el 203 a. C., acompañado por un ejército compuesto por los supervivientes de las legiones derrotadas en Cannas y nuevos reclutas voluntarios. No tardaría en derrotar a Asdrúbal Giscón en la batalla de los Grandes Campos valiéndose de la ayuda del rey númida Masinisa, que había cambiado de bando. Desesperado, el senado cartaginés intentó llegar a un acuerdo de paz, pero los términos se consideraron desfavorables. Una flota romana cerca de la costa africana sufrió un ataque y la guerra se reanudó. Aunque muchos de los veteranos númidas de Aníbal se mantuvieron leales, fue la arrolladora caballería romana —con los mismos jinetes númidas que Aníbal había usado tan efectivamente en Italia— la que acabó marcando la diferencia cuando se enfrentó a Escipión, en los alrededores de Zama Regia. En esta ocasión, Aníbal contaba con una unidad entera de elefantes, pero su ejército había quedado muy tocado, tras una campaña demasiado larga, y tuvo que recurrir a una numerosa leva local como único refuerzo, pero estos carecían de la habilidad y disciplina de las tropas más veteranas. Por si fuera poco, Escipión diseñó un plan para derrotar a las bestias: su caballería hizo sonar los cuernos, lo que desorientó a algunos de los elefantes y causó el caos en el flanco izquierdo de Aníbal, al mismo tiempo que la caballería romana realizaba una compleja maniobra con el fin de evitar a los elefantes restantes y conseguir que cargaran por los pasillos creados durante aquella para, después, sufrir el ataque de los veloces escaramuzadores. Fue una maniobra digna del mismo Aníbal. La caballería de Escipión aprovechó la situación y cargó contra la de Aníbal, haciendo que huyeran del campo de batalla. Su caballería siempre había sido superior a la de los romanos y Aníbal creyó que volverían a serlo en esta ocasión. En el combate cuerpo a cuerpo que siguió, las levas y mercenarios cartagineses huyeron, dejando a la legión de Escipión cara a cara contra los experimentados veteranos de Aníbal. El choque de lanzas resultante no tuvo demasiada repercusión y fue solo tras el regreso de la victoriosa caballería romana, que cargó contra la retaguardia de la infantería de Aníbal, cuando Escipión consiguió hacerse con la victoria. Esta vez, la guerra había terminado. Aunque Aníbal escapó, Cartago capituló y aceptó unas condiciones totalmente desfavorables que ponían coto a una posible expansión y darían a Roma el pretexto para destruirlos a mediados del siglo III a. C.

La batalla de Pidna (168 a. C.)

A la batalla de Pidna se le considera uno de los principales puntos de inflexión que dejó clara la superioridad de las legiones romanas sobre la falange helénica, pero también es un buen ejemplo de adonde puede llevar un mal liderazgo y una mediocre toma de decisiones. Perseo, el rey macedonio, renovó el acuerdo con Roma que su padre, Filipo V hubo firmado tras su capitulación en Cinoscéfalos, pero también comenzó a reconstruir el otrora formidable ejército macedonio mediante alianzas matrimoniales y continuas intromisiones en las políticas internas de sus vecinos. Esto, más los informes que recibía acerca de la abierta enemistad de Perseo hacia ella, encendió no solo la cólera de Roma, sino que dio inicio a una guerra en el 171 a. C.

A pesar de la ventaja estratégica inicial sobre los romanos, Perseo malgastó las oportunidades para disponerse para el conflicto en ciernes. Al no haber conseguido asegurar la defensa de los pasos montañosos hacia su territorio, perdió una oportunidad para atrapar al ejército romano y dejarlo sin reabastecimiento. A pesar del éxito cosechado en las escaramuzas de apertura, en Callinicus, las tornas cambiaron en favor de los romanos, cuando lograron penetrar sus defensas y tomar la importante ciudad religiosa de Dion, tras la inexplicable retirada de Macedonia de la zona. Con la toma de Dion, Roma consiguió además una gran victoria, propagandística y estratégica, pues desde ese mismo lugar Alejandro Magno se había embarcado en la legendaria invasión del imperio persa. Si ya resulta evidente, a juzgar por la cadena de acontecimientos, que Perseo era un pobre general, lo que sucedió a continuación vino a poner de manifiesto que lo suyo tampoco era la diplomacia. En su vuelta a Macedonia, dejó escapar valiosísimas oportunidades para trabar alianzas que hubieran otorgado a su ejército una descomunal superioridad numérica frente a la fuerza expedicionaria romana, a quienes hubiera fulminado in situ. Las hábiles maniobras de los romanos acabaron encajonando el conflicto en una batalla campal, al sur del estratégicamente útil puerto de Pidna.

Si bien las escaramuzas iniciales parecieran indicar que la balanza se decantaría hacia Perseo frente a los romanos invasores, este cometió dos errores específicos que significaron la derrota absoluta de su ejército, que en principio parecía superior. La aparatosa formación en falange fue el primero de ellos, pues esta se convirtió en un obstáculo para los macedonios cuando los romanos se replegaron ordenadamente hacia terrenos más elevados y escabrosos. Los macedonios apenas podían aguantar su ya de por sí largo frente, lo que permitió a los romanos beneficiarse de los huecos que pronto empezaron a aparecer. Una vez rota la falange, los romanos derrotaron en combate cuerpo a cuerpo a los escasamente acorazados falangitas, gracias a sus armaduras, más pesadas y las espadas con que iban equipados. El segundo error fatal fue la falta de acción de la caballería de compañeros macedonia. El mismo Perseo iba al mando del flanco derecho, pero fue herido en los primeros compases del combate. Y, una vez se retiró de la batalla, los compañeros ni intentaron cargar ni trataron de ayudar a los falangitas. Lo que se aconteció después ya fue una lenta masacre, mientras el ejército de Perseo huía de la lucha y su guardia real de élite, compuesta por tres mil hombres, luchaba valerosamente hasta el final. Del ejército macedonio, de casi unos cuarenta mil hombres, unos treinta y dos mil fueron muertos o aprisionados.

El fragor de la batalla solo duró una hora, pero los romanos estuvieron persiguiendo a quienes huían hasta el anochecer. Poco después del conflicto, Perseo fue obligado a rendirse al general romano Paulo, quien le hizo desfilar por Roma como parte de su marcha triunfal. Al rey vencido se le permitió seguir con vida, pero Macedonia fue desmantelada; primero, en cuatro repúblicas y, más adelante, reconvertida en una provincia romana más. Tras la derrota de Pidna, Macedonia jamás volvió a recuperarse dentro del mundo antiguo.

Asedio de Cartago (146 a. C.)

El asedio de Cartago, en los años 149 - 148 a. C., fue el gran punto de inflexión de la Tercera Guerra Púnica entre Roma y Cartago. La ciudad se negó a rendirse y los cartagineses aguantaron durante dos años. Las fuerzas romanas, dirigidas por Manio Manilio, comenzaron sufriendo bajas a manos de Asdrúbal. Este fracaso de Manio propició el nombramiento como cónsul de Escipión Emiliano, a quien se le encomendó la tarea de conquistar Cartago, a pesar de que, según la ley romana, era demasiado joven para el puesto. Su primera acción fue derrotar al ejército de Diógenes, que controlaba la ciudad de Neferis. Para ello bloqueó el puerto de Cartago, cortando así los suministros y obligándoles a salir al campo de batalla. Una vez cayó Neferis, Escipión intensificó el asedio principal. Durante el asalto final, Tiberio Graco, cuñado y tribuno militar de Escipión, fue el primero en atravesar sus muros. Tras horas de intenso combate en calles, casas y templos, los cartaginenses se rindieron. La población que sobrevivió al asalto fue esclavizada y Cartago destruida. El mismo Asdrúbal imploró clemencia y su esposa, ante tal vergüenza, mató a sus hijos y se quitó la vida. Escipión fue generosamente recompensado por sus servicios y, por este triunfo, se le permitió añadir a su nombre el de "El Africano". Sorprendentemente, Asdrúbal fue expuesto al público, en lugar de ser asesinado, posiblemente porque supondría una mayor humillación. A pesar de su valentía en Cartago, la trayectoria militar de Tiberio se vio perjudicada durante la Guerra Numantina. No obstante, sus posteriores acciones como tribuno plebeyo le hicieron ganar el favor del pueblo.

La batalla de Alesia (52 a. C.) (Solo César en la Galia)

Allá por el 52 a. C., Julio César había acumulado una serie de victorias en su guerra de las Galias, derrotando a algunas tribus y amedrentando a otras. Sin embargo, el fin de la conveniente alianza política que César había mantenido con Pompeyo y Craso, puso a sus adversarios políticos en guardia. Cuando desde Roma se le negaron refuerzos, Julio César tuvo que afrontar solo la rebelión de las tribus galas, unidas bajo el mando de Vercingetórix, líder de los arvernos. A la vez que ciudadanos y mercaderes romanos eran ejecutados por toda la Galia, César movilizó con rapidez sus legiones para perseguir a Vercingetórix. Acosado por la caballería germánica, Vercingetórix decidió reagruparse en la fortaleza de Alesia. Como era muy posible que un ataque frontal terminara en fracaso, César optó por poner a los ochenta mil galos que había en Alesia bajo asedio, para lo cual ordenó circunvalar la fortaleza con dieciocho kilómetros de zanjas y elevadas fortificaciones. Durante el proceso de construcción, la caballería gala no dejó de acosar a los romanos, lo cual permitió que una pequeña parte de los defensores consiguiera escapar del asedio. César, previendo la llegada de tropas de refuerzo, mandó construir una segunda línea defensiva exterior que protegiera el cerco, un nuevo perímetro de veintiún kilómetros para defender a los asediadores. Con la llegada de tropas de refuerzo, formadas por unos cien mil galos, los asediados empezaron a recuperar la esperanza, pero en los días que siguieron, las legiones romanas consiguieron repeler todos los intentos, internos y externos, para romper el cerco. En el último día de batalla, César desfiló a caballo ante sus legiones, con el fin de arengarlas, y ordenó a la caballería cargar contra la retaguardia de las tropas de refuerzo galas. Esta audaz maniobra dispersó todavía más a los galos, que morían en retirada, y forzó a Vercingetórix y a sus aliados supervivientes a rendirse.

La batalla del Nilo (47 a. C.)

En la batalla del Nilo en el 47 a. C., se enfrentaron los ejércitos de Julio César y Ptolomeo XIII, hermano pequeño y esposo de Cleopatra VII. Ptolomeo había enfurecido a César el año anterior, pues había ejecutado a Pompeyo Magno, que había huido a Egipto. Pompeyo era un rival de César, sí, pero era romano y, además, el yerno del mismo César. En los meses que siguieron a este terrible suceso, las relaciones entre este y Ptolomeo no hicieron sino empeorar. En Alejandría, César trató de forjar la paz entre Ptolomeo y Cleopatra. Las tropas de Ptolomeo estaban intentando aislar a los romanos y comenzaban a imponerse. Cuando César supo que había refuerzos disponibles no muy lejos, salió de Alejandría con la esperanza de unir sus fuerzas. Esta maniobra surtió efecto y César se lanzó a por el ejército egipcio de Ptolomeo. Los dos ejércitos, de poder y tamaño similar, se encontraron en la ribera del Nilo. César lanzó el primer ataque. Tras una intensa lucha, los egipcios cedieron ante la presión y muchos huyeron, incluido Ptolomeo. Según ciertos testimonios, se ahogó cuando su barco volcó en el Nilo; sea como fuere, el enemigo estaba bien muerto y nunca más volvería a ser un problema. Con este resultado, César consiguió situar a Egipto bajo la esfera de influencia de Roma y se ganó la gratitud personal de la nueva e indiscutida gobernante de los egipcios: Cleopatra.

La batalla del bosque de Teutoburgo (9 d. C.)

La de Teutoburgo fue una de las más amargas derrotas para Roma y supuso la culminación de años de rebelión y politiqueo entre las tribus germánicas. Tres legiones bajo el mando de Publio Quintilio Varo, la XVII, XVIII y la XIX, se perdieron al caer en una emboscada tendida por Arminio, un "amigo de confianza" de Roma. Arminio, jefe de los queruscos y consejero de Varo, había sido tomado como rehén por los romanos, siendo más tarde instruido en las tácticas militares romanas. En los angostos y lodosos caminos del bosque que él les hizo tomar, las legiones romanas, atrapadas y asediadas por las tormentas, se convirtieron en presa fácil para los guerreros germanos que las esperaban. En un intento por recuperar el control y la moral, Varo consiguió reunir a sus legiones y fortificar un campamento nocturno, para escapar a la mañana siguiente. La huida les costó cara y, tras una extenuante marcha nocturna, los últimos romanos fueron finalmente masacrados tras quedar atrapados en una estrecha franja de tierra, entre el bosque y las ciénagas. El legado de Varo, Numonio Vala, huyó con la caballería restante y acabó asesinado. El mismo Varo se suicidó. Con tres legiones menos, las fortificaciones romanas y las ciudades al este del Rin fueron conquistadas. La humillación de tal derrota supuso que el número de las legiones perdidas no se volviera a utilizar jamás.